La noche de
los lápices
Corre el año 1975 en Argentina. A los estudiantes de diferentes colegios se les
quita el Boleto Estudiantil —con el que obtenían un importante descuento
en la tarifa del viaje en colectivo— durante el gobierno de Isabel Martínez de Perón. Este suponía un alivio esencial
en sus economías, por lo que los estudiantes de la ciudad de La
Plata deciden
realizar una marcha de protesta en la que puedan participar miles de jóvenes
acuciados por el mismo problema. Diferentes delegados de agrupaciones de
estudiantes se congregan en uno de los colegios secundarios con el fin de organizarse
y marchar hasta el edificio de Obras Públicas con el fin de presentar un
petitorio para la adjudicación del Boleto Estudiantil Secundario (BES). Entre
ellos, se encontraban alumnos del Colegio Nacional, Bellas Artes y de la
Escuela Normal Nº 3, entre otros. La policía había previsto la protesta y
estaba esperando para reprimirla, y a la llegada de los estudiantes ésta ataca
y hiere a muchos de los manifestantes.
Seis de los jóvenes que acudieron a la marcha se encontraban en
diferentes grupos de militancia política. Dedicaban varias de sus horas libre a
enseñar a niños de barrios pobres de La Plata, a la recuperación de viviendas y
a la lucha por el BES, entre otras cosas, lo cual los pone en la mira directa
de la inminente dictadura de Videla. Pocos meses después del golpe de Estado, en la madrugada del 16 de
septiembre del 1976, llega una comisión militar a cada una de las casas de los
estudiantes que pertenecían al grupo político. Los secuestradores del grupo
de tareas se
presentan como policías de La Plata, y sacan violentamente de sus casas a los
jóvenes, mientras los maltrataban y amenazaban con armas a sus padres. Con el
secuestro de los seis estudiantes se da inicio al hecho histórico conocido como
la Noche de los Lápices. Pablo Díaz al enterarse lo que
le había ocurrido a sus compañeros, se ausenta de su domicilio por unos días
hasta que su padre le pide que regrese. La misma noche del regreso, el 21 de
septiembre de 1976, es secuestrado de su domicilio con el mismo modus
operandi.
Los estudiantes son amordazados y encerrados en un centro de detención
clandestino conocido como "Pozo de
Banfield"
junto a otros estudiantes que habían participado en las protestas del boleto
estudiantil. Allí son torturados con picanas o se les arrancan las uñas para tratar de sacarles información sobre
los grupos políticos a los que pertenecían y sobre el movimiento de protesta;
las jóvenes, dos de las cuales se encontraban embarazadas, son manoseadas o violadas en reiteradas oportunidades
durante las torturas o en otros momentos. Los varones son desnudados y desde
entonces quedan en calzoncillos todo el tiempo. Los amigos luego son
traspasados a cuartos pequeños e individuales, amordazados y con los ojos
vendados. Se les alimenta con agua y pan únicamente. Cuando Pablo Díaz llega al
primer centro de detención, en el cual los represores buscan obtener
información torturando a los cautivos, se entera por otros detenidos que sus
compañeros estuvieron en el mismo lugar que él, pero fueron trasladados. A los
pocos días, Pablo es trasladado al centro de detención clandestino, lo desnudan
y lo colocan dentro de una pequeña celda con los ojos cegados y las manos
atadas. Allí descubre que sus amigos y compañeros están en celdas aledañas a
las de él y se comunican por medio de los techos, que están enrejados. De esta
manera, tratan de sobrellevar el día a día del horror que les toca vivir,
charlando o alzando sus voces para cantar los himnos de la época: Rasguña las piedras y Canción para mi muerte, ambas de Sui
Generis.
Mientras tanto, los familiares de los detenidos luchan en pos de encontrarlos,
hablando con oficiales del Ejército y funcionarios del Estado.
Casi todos los estudiantes secuestrados son asesinados y sus cadáveres
han desaparecido. Pablo Díaz es liberado en 1980, luego de ser trasladado al Poder Ejecutivo Nacional (PEN). Esto significaba pasar a
ser un detenido legal y no clandestino.
Díaz fue uno de los pocos sobrevivientes del terrorismo de Estado que ejerció la genocida última dictadura cívico-militar.
El resto de sus 6 compañeros secuestrados el 16 de septiembre de 1976 continúan
desaparecidos.
TESTIMONIO DE LA NOCHE DE LOS LAPICES
PABLO DÍAZ:
Los
secuestros de los chicos que militaban en la Coordinadora de Estudiantes
Secundarios habían empezado en agosto, por eso Pablo cuando fue despertado por
uno de sus seis hermanos supo que los encapuchados venían por él. Los tipos,
que vestían bombachas del Ejército Argentino y camisas de civil, entraron a las
patadas, derribando muebles y personas. El único que actuaba a cara descubierta
era el comisario de la Bonaerense Héctor Vides (alias El Lobo), que señaló a
Pablo como el buscado y lo arrojó al piso, para empezar a preguntarle
desaforadamente dónde guardaba "los fierros". El muchacho respondió:
“que no tenía armas y que, por favor, no le hicieran nada a su familia”. Se lo
llevaron encapuchado, pero antes se dieron maña para robarse las alhajas de la
madre y la ropa de sus hermanos.
De La
Plata lo llevaron en el piso de un auto al casco de una estancia perteneciente
al Ejército que reconocería muchos años después ante la Conadep, y pasaría a la
historia de la represión como el Campo de Arana. Donde fueron ejecutados muchos
prisioneros y donde habría cadáveres enterrados. Donde escuchó los gritos de
los torturados y sus propios gritos bajo la picana. Y supo que la alemanita
Marlene Kegler Krug, que también tenía nacionalidad paraguaya, se les
"había quedado en la máquina" y no volverían a verla porque, según
los guardias, la habían "tirado a los perros". Allí fue interrogado
por un coronel que estaba muy molesto porque iban a militar a los barrios
marginales: "¿Qué carajo tenían que ir a hacer a las villas miseria si en
sus casas tenían de todo?" Allí le arrancaron la uña de un dedo del pie
con una tenaza y uno de los represores que lo llevaba al baño le acarició la
cintura y amagó con violarlo. A los tres días, apareció un cura, que dijo ser
capellán del Ejército y que venía a confesar a Pablo (y a los otros
prisioneros) porque iban a ser fusilados. "Nos pide que le digamos, si
queremos a solas, todo lo que habíamos hecho, que íbamos a ir más puros al
Cielo”.
La
particularidad era que los más chicos pedíamos a nuestras madres. Somos sacados
y pasamos por un descampado. Nos hacían oler por los perros que traían atados.
En el descampado nuestras espaldas daban contra un muro. Eramos aproximadamente
seis o siete personas. Había movimiento de armas. Ellos se hablaban. Volvía a
pasar el que se decía capellán del Ejército que constantemente daba un sermón.
En el caso mío particular el Padre Nuestro, hasta que cargaban las armas y esta
voz decía 'tiren'. Nosotros sentíamos los disparos. En el momento en que tiran
uno de los compañeros que estaban como víctimas gritó: “Vivan los montoneros”,
que fue mezclada con nuestros gritos de: “no”, “mamá”, “papá”. Uno sentía que
lo habían matado. Uno estaba esperando a ver cómo era la muerte, si era
dolorosa, si los agujeros están en el cuerpo. Esto es un segundo, pero es muy
prolongado ese segundo. Cuando escucharon el grito inmediatamente le dicen
“vos, hijo de puta” y se ve que lo tiran al piso y que disparan. Se siente a la
persona agonizar..."
Y
llevan a Pablo, del Campo de Arana, al Pozo de Banfield, donde su destino se va
a cruzar con María Claudia Falcone, con todos los adolescentes de La Noche de
los Lápices. Allí, en una celda inundada, quedará durante horas desnudo, aterido,
hasta que se pone a gritar para que lo saquen.
Durante una semana los tuvieron sin alimento. En esa semana durmieron en
el piso, en el mismo piso donde orinaban y defecaban. Como la celda estuvo
cerrada durante toda la semana, el hedor era insoportable. Cuando abrieron la
puerta los guardias los trataron de "asquerosos" y los amenazaron con
castigarlos por "hacer sus necesidades" en el lugar. "Recuerdo
que uno de los problemas de las chicas eran los períodos de menstruación, por
lo cual los guardias se jactaban de que los que estábamos con ellas en las
celdas nos sacáramos la ropa interior y se la diéramos a ellas como trapo para
sus propias necesidades y si no les daban trapos o se quejaban porque estaban
sucios, ellos les decían que se arreglen como puedan, que ése no era un
hotel".
Cuando
les dieron de comer una bazofia grasienta adentro de un bol uno de los guardias
preguntó “quién quería más” y varios pidieron desesperados. El sujeto volvió a
preguntar ¿de quién era el bol verde? Y Pablo Díaz y Daniel Racero cometieron
el error de decir: "nuestro". Teóricamente no debían distinguir
ningún color, porque seguían "tabicados", con una tela adhesiva en
los ojos. Los golpearon con ferocidad. "Luego de esa golpiza nos sacaron
desnudos a los baños. Nos pusieron todos juntos, mujeres y hombres, todos
desnudos. Nosotros mirábamos para abajo y tratábamos de preguntarnos cómo
estábamos. Nos veíamos muy deteriorados. Cuando yo vuelvo, había uno que
se decía médico, y que yo reconozco como
el médico Bergés, Jorge Antonio Bergés. Él permanentemente estaba en el Pozo de
Banfield, y específicamente hacía la mantención de las embarazadas. El cuidaba
permanentemente a las embarazadas. Ellas eran para él como algo privilegiado,
una joya, a las que teníamos que cuidar. Él tenía sumo interés en que tuvieran
familia. Les decía a los guardias que no se llegaran a sobrepasar con ellas.
Hay una frase de Bergés que dice, “con ellas no”, “Si tienen ganas, agárranse a
las chicas”. Recuerdo que cuando volvimos del baño, a las chicas las dejaron
últimas y las empezaron a manosear, especialmente a María Clara Ciocchini. A
ella le agarró un ataque de nervios y cuando volvió a la celda se empezó a dar
la cabeza contra la pared. Pedía que la maten.
"A
medida que transcurrían los días, como empezaba a hacer mucho calor, se
empezaba a derretir la goma de la cinta adhesiva que cubría el algodón (que
tenía como venda sobre los párpados). La picazón en los ojos era terrible. Los
ojos empezaron a llagarse. Había un olor que nos salía de los ojos. Estaban
podridos. Empezamos a tener grandes dolores de brazos. Teníamos las marcas de
la soga al cuello y ya no nos podíamos desatar. No podíamos tirar para
desatarnos. Con esa soga no nos podíamos desatar. Dormíamos en esas
condiciones. Nos tirábamos al piso. En octubre, noviembre, creíamos que
estábamos muertos. María Clara y otros compañeros y compañeras intentaron el
suicidio."
"El
médico Bergés vino un día y me dice: `Bueno, las chicas ya están por tener'.
Estábamos sobre diciembre. Me pone en la celda con Gabriela Carriquiriborde. Yo
ya no me podía sostener en pie. Me trasladan y me dicen: “Cuando empiecen los
dolores, golpeen las puertas”. Yo la tenía a Gabriela. Después Claudia estuvo
al cuidado de Cristina Navajas de Santucho. Alicia Carminatti estuvo al cuidado
de Stella Maris Montesno de Ogando. “Les pido a Gabriela y las compañeras que
me digan cómo eran los trabajos de parto y qué era lo que tenía que hacer”.
Estaba muy asustado. Me dicen que cuando empiecen las contracciones tratara de
desatar. “No puedo”. “Tratá de poner la mano sobre el pulso de Gaby”. Gaby
estaba sobre un colchón muy finito, era
un beneficio que ella tenía, con muchos trapitos al lado. Estaba desnuda. Gaby
me calmaba a mí. En el momento en que ella empezó con los dolores, me agarró la
mano. Me dice: “Pablo: ¡me viene! ¡Me viene! Ya está”. Yo les grito a los
chicos: “Alicia, Graciela: Gaby va a tener”. Me dice: “Fijate las
contracciones. Tomale el pulso”. No hice nada. No sé cómo me desaté. Me tiro
contra la puerta. “Golpeen la puerta”. Empezamos a golpear fuerte. Llamamos a
los guardias. Gaby me dice: “Lo quiero tener, lo quiero tener”. Cuando vino la
guardia, abre mi celda y me dice: “tenéla, tenéla, ya viene”. Se empiezan a
gritar entre ellos, entran de repente lo que yo llamo una chapa y me empujan a
mí contra la pared, se ve que la agarran a Gaby, la ponen arriba de la chapa y
se la llevan. Cuando se la están llevando, entre los gritos bajando la escalera
se cae la chapa y Gaby que grita y ellos empiezan a gritar. Hay todo
movimiento. Nosotros quedamos muy tensos. A las horas escuchamos el llanto del
bebé. Nosotros empezamos a decirnos “¡nació!, ¡escuchá!” Los chicos se ponían
contentos. Gritábamos. Cuando volvieron a subir los guardias nos confirman que
había estado todo bien, que no nos preocupáramos, que había nacido un varón y a
ella y al bebé los iban a llevar a una chacra donde iban a estar bien.
Luego
vino el parto de Stella Maris Montesano de Ogando". Que quiso llamar
"Martín" al bebé que acababa de parir. A la que trajeron de regreso a
la celda, diez días después de haber dado a luz. Y a la que dejaron, atada, en
una cama. A la que "le vuelven a traer el bebé con ropita, pero al muy
poco tiempo se lo sacan. Cuando Estela sube, ya con una infección en el útero,
el médico Bergés nunca más aparece. Nadie viene a ver la infección que ella
tenía. El hecho es que Estela había traído el cordón umbilical del bebé con
ella. Y en una oportunidad, cuando nos sacan a comer, nos vuelven a poner sobre
los pasillos y Estela le hace llegar a Jorge, su compañero, el cordón umbilical
que se lo pasan compañero por compañero."
El 28
de diciembre, Pablo Díaz recibió la visita de un mayor del Ejército (de quien
luego sabrá que se llama Pena cuando lo interrogue en la Décima Brigada de La
Plata) y le comunicó: "Se decidió que vas a vivir, al final. Vengo a
decirte que te pasamos al PEN". "¿Y eso qué es?", preguntó el
prisionero temiendo una macabra broma de Inocentes. Pero el mayor, sin asomo de
ironía, le explicó que era quedar a disposición del Poder Ejecutivo Nacional.
Ser legalizado. Poder aspirar un día a la libertad. Y le dijo que la orden
había sido "firmada por el general". Que, según pudo averiguar muchos
años después, era el propio Videla. En el medio había ocurrido un episodio decisivo
que ignoraba. Que estaba fuera del alcance de ese muchacho que pesaba 37 kilos,
a quien prácticamente tuvieron que reconstruir para hacerlo
"reaparecer", un mes más tarde, en una celda de la Unidad 9 de La
Plata. El nuevo destino que sus padres recién conocerían el 28 de febrero.
Antes de abandonar el Pozo, pudo despedirse de Claudia Falcone, que estaba
deshecha por las torturas y las vejaciones. Ella le dio la dirección de su
madre y le pidió que le dijera que estaba bien. También le pidió que en los 31
de diciembre levantaran la copa por todos los que se quedaban allí, en el
horror, "aunque nunca utilizó la palabra desaparecidos". Cuando Pablo
supo que había cambiado el Pozo de Banfield por la prisión "legal",
imaginó equivocadamente que los otros chicos de la Noche de los Lápices ya
habrían sido liberados y le pidió a su hermana que fuera a la casa de los
Falcone y le dijera a Claudia que él estaba bien en la cárcel. A la siguiente
visita su hermana le contó que había cumplido el cometido, pero que Claudia no
había aparecido. Así se encontró por primera vez con la realidad de los
"desaparecidos". Que lo empujaría a nombrarlos y a recordarlos, con
el mismo tesón y rigurosidad con que denunciaría a los que los habían hecho
desaparecer.
Pero no
supo entonces por qué razón secreta él había logrado eludir el terrible destino
de la "desaparición" que singularizaría al genocidio argentino. Su
padre se lo confesaría mucho después, cuando Pablo ya estaba en libertad. El
padre de Pablo, "ligado ideológicamente al peronismo", dirigía en
1976 el Departamento de Historia de la Facultad de Humanidades de la
Universidad Nacional de La Plata y tenía ciertas relaciones claves con hombres
del poder como el arzobispo de La Plata, monseñor Antonio Jesús Plaza, que también
era capellán de la Policía Bonaerense y cobraba el sueldo de un comisario
general en actividad. El prelado, uno de los mentores ideológicos del
terrorismo de Estado, le mandó a decir al padre de Pablo Díaz que no lo
buscara. "Que el general Camps le había asegurado mi vida, pero que
necesitaba un escarmiento y un período de recuperación". El
"escarmiento", reflexionaría después Pablo Díaz, era el terror del
Pozo de Banfield. La "recuperación", los años que se pasó en la
cárcel de La Plata.
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