jueves, 3 de octubre de 2013

Noche de los lápices

 
La noche de los lápices
Corre el año 1975 en Argentina. A los estudiantes de diferentes colegios se les quita el Boleto Estudiantil —con el que obtenían un importante descuento en la tarifa del viaje en colectivo— durante el gobierno de Isabel Martínez de Perón. Este suponía un alivio esencial en sus economías, por lo que los estudiantes de la ciudad de La Plata deciden realizar una marcha de protesta en la que puedan participar miles de jóvenes acuciados por el mismo problema. Diferentes delegados de agrupaciones de estudiantes se congregan en uno de los colegios secundarios con el fin de organizarse y marchar hasta el edificio de Obras Públicas con el fin de presentar un petitorio para la adjudicación del Boleto Estudiantil Secundario (BES). Entre ellos, se encontraban alumnos del Colegio Nacional, Bellas Artes y de la Escuela Normal Nº 3, entre otros. La policía había previsto la protesta y estaba esperando para reprimirla, y a la llegada de los estudiantes ésta ataca y hiere a muchos de los manifestantes.
Seis de los jóvenes que acudieron a la marcha se encontraban en diferentes grupos de militancia política. Dedicaban varias de sus horas libre a enseñar a niños de barrios pobres de La Plata, a la recuperación de viviendas y a la lucha por el BES, entre otras cosas, lo cual los pone en la mira directa de la inminente dictadura de Videla. Pocos meses después del golpe de Estado, en la madrugada del 16 de septiembre del 1976, llega una comisión militar a cada una de las casas de los estudiantes que pertenecían al grupo político. Los secuestradores del grupo de tareas se presentan como policías de La Plata, y sacan violentamente de sus casas a los jóvenes, mientras los maltrataban y amenazaban con armas a sus padres. Con el secuestro de los seis estudiantes se da inicio al hecho histórico conocido como la Noche de los Lápices. Pablo Díaz al enterarse lo que le había ocurrido a sus compañeros, se ausenta de su domicilio por unos días hasta que su padre le pide que regrese. La misma noche del regreso, el 21 de septiembre de 1976, es secuestrado de su domicilio con el mismo modus operandi.
Los estudiantes son amordazados y encerrados en un centro de detención clandestino conocido como "Pozo de Banfield" junto a otros estudiantes que habían participado en las protestas del boleto estudiantil. Allí son torturados con picanas o se les arrancan las uñas para tratar de sacarles información sobre los grupos políticos a los que pertenecían y sobre el movimiento de protesta; las jóvenes, dos de las cuales se encontraban embarazadas, son manoseadas o violadas en reiteradas oportunidades durante las torturas o en otros momentos. Los varones son desnudados y desde entonces quedan en calzoncillos todo el tiempo. Los amigos luego son traspasados a cuartos pequeños e individuales, amordazados y con los ojos vendados. Se les alimenta con agua y pan únicamente. Cuando Pablo Díaz llega al primer centro de detención, en el cual los represores buscan obtener información torturando a los cautivos, se entera por otros detenidos que sus compañeros estuvieron en el mismo lugar que él, pero fueron trasladados. A los pocos días, Pablo es trasladado al centro de detención clandestino, lo desnudan y lo colocan dentro de una pequeña celda con los ojos cegados y las manos atadas. Allí descubre que sus amigos y compañeros están en celdas aledañas a las de él y se comunican por medio de los techos, que están enrejados. De esta manera, tratan de sobrellevar el día a día del horror que les toca vivir, charlando o alzando sus voces para cantar los himnos de la época: Rasguña las piedras y Canción para mi muerte, ambas de Sui Generis. Mientras tanto, los familiares de los detenidos luchan en pos de encontrarlos, hablando con oficiales del Ejército y funcionarios del Estado.
Casi todos los estudiantes secuestrados son asesinados y sus cadáveres han desaparecido. Pablo Díaz es liberado en 1980, luego de ser trasladado al Poder Ejecutivo Nacional (PEN). Esto significaba pasar a ser un detenido legal y no clandestino.
Díaz fue uno de los pocos sobrevivientes del terrorismo de Estado que ejerció la genocida última dictadura cívico-militar. El resto de sus 6 compañeros secuestrados el 16 de septiembre de 1976 continúan desaparecidos.
 
 
TESTIMONIO DE LA NOCHE DE LOS LAPICES
PABLO DÍAZ:
Los secuestros de los chicos que militaban en la Coordinadora de Estudiantes Secundarios habían empezado en agosto, por eso Pablo cuando fue despertado por uno de sus seis hermanos supo que los encapuchados venían por él. Los tipos, que vestían bombachas del Ejército Argentino y camisas de civil, entraron a las patadas, derribando muebles y personas. El único que actuaba a cara descubierta era el comisario de la Bonaerense Héctor Vides (alias El Lobo), que señaló a Pablo como el buscado y lo arrojó al piso, para empezar a preguntarle desaforadamente dónde guardaba "los fierros". El muchacho respondió: “que no tenía armas y que, por favor, no le hicieran nada a su familia”. Se lo llevaron encapuchado, pero antes se dieron maña para robarse las alhajas de la madre y la ropa de sus hermanos.
De La Plata lo llevaron en el piso de un auto al casco de una estancia perteneciente al Ejército que reconocería muchos años después ante la Conadep, y pasaría a la historia de la represión como el Campo de Arana. Donde fueron ejecutados muchos prisioneros y donde habría cadáveres enterrados. Donde escuchó los gritos de los torturados y sus propios gritos bajo la picana. Y supo que la alemanita Marlene Kegler Krug, que también tenía nacionalidad paraguaya, se les "había quedado en la máquina" y no volverían a verla porque, según los guardias, la habían "tirado a los perros". Allí fue interrogado por un coronel que estaba muy molesto porque iban a militar a los barrios marginales: "¿Qué carajo tenían que ir a hacer a las villas miseria si en sus casas tenían de todo?" Allí le arrancaron la uña de un dedo del pie con una tenaza y uno de los represores que lo llevaba al baño le acarició la cintura y amagó con violarlo. A los tres días, apareció un cura, que dijo ser capellán del Ejército y que venía a confesar a Pablo (y a los otros prisioneros) porque iban a ser fusilados. "Nos pide que le digamos, si queremos a solas, todo lo que habíamos hecho, que íbamos a ir más puros al Cielo”.
La particularidad era que los más chicos pedíamos a nuestras madres. Somos sacados y pasamos por un descampado. Nos hacían oler por los perros que traían atados. En el descampado nuestras espaldas daban contra un muro. Eramos aproximadamente seis o siete personas. Había movimiento de armas. Ellos se hablaban. Volvía a pasar el que se decía capellán del Ejército que constantemente daba un sermón. En el caso mío particular el Padre Nuestro, hasta que cargaban las armas y esta voz decía 'tiren'. Nosotros sentíamos los disparos. En el momento en que tiran uno de los compañeros que estaban como víctimas gritó: “Vivan los montoneros”, que fue mezclada con nuestros gritos de: “no”, “mamá”, “papá”. Uno sentía que lo habían matado. Uno estaba esperando a ver cómo era la muerte, si era dolorosa, si los agujeros están en el cuerpo. Esto es un segundo, pero es muy prolongado ese segundo. Cuando escucharon el grito inmediatamente le dicen “vos, hijo de puta” y se ve que lo tiran al piso y que disparan. Se siente a la persona agonizar..."
Y llevan a Pablo, del Campo de Arana, al Pozo de Banfield, donde su destino se va a cruzar con María Claudia Falcone, con todos los adolescentes de La Noche de los Lápices. Allí, en una celda inundada, quedará durante horas desnudo, aterido, hasta que se pone a gritar para que lo saquen.  Durante una semana los tuvieron sin alimento. En esa semana durmieron en el piso, en el mismo piso donde orinaban y defecaban. Como la celda estuvo cerrada durante toda la semana, el hedor era insoportable. Cuando abrieron la puerta los guardias los trataron de "asquerosos" y los amenazaron con castigarlos por "hacer sus necesidades" en el lugar. "Recuerdo que uno de los problemas de las chicas eran los períodos de menstruación, por lo cual los guardias se jactaban de que los que estábamos con ellas en las celdas nos sacáramos la ropa interior y se la diéramos a ellas como trapo para sus propias necesidades y si no les daban trapos o se quejaban porque estaban sucios, ellos les decían que se arreglen como puedan, que ése no era un hotel".
Cuando les dieron de comer una bazofia grasienta adentro de un bol uno de los guardias preguntó “quién quería más” y varios pidieron desesperados. El sujeto volvió a preguntar ¿de quién era el bol verde? Y Pablo Díaz y Daniel Racero cometieron el error de decir: "nuestro". Teóricamente no debían distinguir ningún color, porque seguían "tabicados", con una tela adhesiva en los ojos. Los golpearon con ferocidad. "Luego de esa golpiza nos sacaron desnudos a los baños. Nos pusieron todos juntos, mujeres y hombres, todos desnudos. Nosotros mirábamos para abajo y tratábamos de preguntarnos cómo estábamos. Nos veíamos muy deteriorados. Cuando yo vuelvo, había uno que se  decía médico, y que yo reconozco como el médico Bergés, Jorge Antonio Bergés. Él permanentemente estaba en el Pozo de Banfield, y específicamente hacía la mantención de las embarazadas. El cuidaba permanentemente a las embarazadas. Ellas eran para él como algo privilegiado, una joya, a las que teníamos que cuidar. Él tenía sumo interés en que tuvieran familia. Les decía a los guardias que no se llegaran a sobrepasar con ellas. Hay una frase de Bergés que dice, “con ellas no”, “Si tienen ganas, agárranse a las chicas”. Recuerdo que cuando volvimos del baño, a las chicas las dejaron últimas y las empezaron a manosear, especialmente a María Clara Ciocchini. A ella le agarró un ataque de nervios y cuando volvió a la celda se empezó a dar la cabeza contra la pared. Pedía que la maten.
"A medida que transcurrían los días, como empezaba a hacer mucho calor, se empezaba a derretir la goma de la cinta adhesiva que cubría el algodón (que tenía como venda sobre los párpados). La picazón en los ojos era terrible. Los ojos empezaron a llagarse. Había un olor que nos salía de los ojos. Estaban podridos. Empezamos a tener grandes dolores de brazos. Teníamos las marcas de la soga al cuello y ya no nos podíamos desatar. No podíamos tirar para desatarnos. Con esa soga no nos podíamos desatar. Dormíamos en esas condiciones. Nos tirábamos al piso. En octubre, noviembre, creíamos que estábamos muertos. María Clara y otros compañeros y compañeras intentaron el suicidio."
"El médico Bergés vino un día y me dice: `Bueno, las chicas ya están por tener'. Estábamos sobre diciembre. Me pone en la celda con Gabriela Carriquiriborde. Yo ya no me podía sostener en pie. Me trasladan y me dicen: “Cuando empiecen los dolores, golpeen las puertas”. Yo la tenía a Gabriela. Después Claudia estuvo al cuidado de Cristina Navajas de Santucho. Alicia Carminatti estuvo al cuidado de Stella Maris Montesno de Ogando. “Les pido a Gabriela y las compañeras que me digan cómo eran los trabajos de parto y qué era lo que tenía que hacer”. Estaba muy asustado. Me dicen que cuando empiecen las contracciones tratara de desatar. “No puedo”. “Tratá de poner la mano sobre el pulso de Gaby”. Gaby estaba sobre un colchón muy finito,  era un beneficio que ella tenía, con muchos trapitos al lado. Estaba desnuda. Gaby me calmaba a mí. En el momento en que ella empezó con los dolores, me agarró la mano. Me dice: “Pablo: ¡me viene! ¡Me viene! Ya está”. Yo les grito a los chicos: “Alicia, Graciela: Gaby va a tener”. Me dice: “Fijate las contracciones. Tomale el pulso”. No hice nada. No sé cómo me desaté. Me tiro contra la puerta. “Golpeen la puerta”. Empezamos a golpear fuerte. Llamamos a los guardias. Gaby me dice: “Lo quiero tener, lo quiero tener”. Cuando vino la guardia, abre mi celda y me dice: “tenéla, tenéla, ya viene”. Se empiezan a gritar entre ellos, entran de repente lo que yo llamo una chapa y me empujan a mí contra la pared, se ve que la agarran a Gaby, la ponen arriba de la chapa y se la llevan. Cuando se la están llevando, entre los gritos bajando la escalera se cae la chapa y Gaby que grita y ellos empiezan a gritar. Hay todo movimiento. Nosotros quedamos muy tensos. A las horas escuchamos el llanto del bebé. Nosotros empezamos a decirnos “¡nació!, ¡escuchá!” Los chicos se ponían contentos. Gritábamos. Cuando volvieron a subir los guardias nos confirman que había estado todo bien, que no nos preocupáramos, que había nacido un varón y a ella y al bebé los iban a llevar a una chacra donde iban a estar bien.
Luego vino el parto de Stella Maris Montesano de Ogando". Que quiso llamar "Martín" al bebé que acababa de parir. A la que trajeron de regreso a la celda, diez días después de haber dado a luz. Y a la que dejaron, atada, en una cama. A la que "le vuelven a traer el bebé con ropita, pero al muy poco tiempo se lo sacan. Cuando Estela sube, ya con una infección en el útero, el médico Bergés nunca más aparece. Nadie viene a ver la infección que ella tenía. El hecho es que Estela había traído el cordón umbilical del bebé con ella. Y en una oportunidad, cuando nos sacan a comer, nos vuelven a poner sobre los pasillos y Estela le hace llegar a Jorge, su compañero, el cordón umbilical que se lo pasan compañero por compañero."
El 28 de diciembre, Pablo Díaz recibió la visita de un mayor del Ejército (de quien luego sabrá que se llama Pena cuando lo interrogue en la Décima Brigada de La Plata) y le comunicó: "Se decidió que vas a vivir, al final. Vengo a decirte que te pasamos al PEN". "¿Y eso qué es?", preguntó el prisionero temiendo una macabra broma de Inocentes. Pero el mayor, sin asomo de ironía, le explicó que era quedar a disposición del Poder Ejecutivo Nacional. Ser legalizado. Poder aspirar un día a la libertad. Y le dijo que la orden había sido "firmada por el general". Que, según pudo averiguar muchos años después, era el propio Videla. En el medio había ocurrido un episodio decisivo que ignoraba. Que estaba fuera del alcance de ese muchacho que pesaba 37 kilos, a quien prácticamente tuvieron que reconstruir para hacerlo "reaparecer", un mes más tarde, en una celda de la Unidad 9 de La Plata. El nuevo destino que sus padres recién conocerían el 28 de febrero. Antes de abandonar el Pozo, pudo despedirse de Claudia Falcone, que estaba deshecha por las torturas y las vejaciones. Ella le dio la dirección de su madre y le pidió que le dijera que estaba bien. También le pidió que en los 31 de diciembre levantaran la copa por todos los que se quedaban allí, en el horror, "aunque nunca utilizó la palabra desaparecidos". Cuando Pablo supo que había cambiado el Pozo de Banfield por la prisión "legal", imaginó equivocadamente que los otros chicos de la Noche de los Lápices ya habrían sido liberados y le pidió a su hermana que fuera a la casa de los Falcone y le dijera a Claudia que él estaba bien en la cárcel. A la siguiente visita su hermana le contó que había cumplido el cometido, pero que Claudia no había aparecido. Así se encontró por primera vez con la realidad de los "desaparecidos". Que lo empujaría a nombrarlos y a recordarlos, con el mismo tesón y rigurosidad con que denunciaría a los que los habían hecho desaparecer.
Pero no supo entonces por qué razón secreta él había logrado eludir el terrible destino de la "desaparición" que singularizaría al genocidio argentino. Su padre se lo confesaría mucho después, cuando Pablo ya estaba en libertad. El padre de Pablo, "ligado ideológicamente al peronismo", dirigía en 1976 el Departamento de Historia de la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de La Plata y tenía ciertas relaciones claves con hombres del poder como el arzobispo de La Plata, monseñor Antonio Jesús Plaza, que también era capellán de la Policía Bonaerense y cobraba el sueldo de un comisario general en actividad. El prelado, uno de los mentores ideológicos del terrorismo de Estado, le mandó a decir al padre de Pablo Díaz que no lo buscara. "Que el general Camps le había asegurado mi vida, pero que necesitaba un escarmiento y un período de recuperación". El "escarmiento", reflexionaría después Pablo Díaz, era el terror del Pozo de Banfield. La "recuperación", los años que se pasó en la cárcel de La Plata.
 

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